En el corazón de Sudamérica, envuelta por la bruma de los Andes e incrustada en el verde tejido de la selva, existe una leyenda tan antigua como las propias estrellas. Habla de un lugar llamado Manóa, más conocido por nosotros como El Dorado, una ciudad de oro resplandeciente, símbolo del anhelo y la imaginación sin límites del espíritu humano. 

Nuestra historia comienza con el orgulloso pueblo muisca, cuya cultura se basaba en el respeto a la naturaleza y la reverencia al sol. Creían en el carácter sagrado del oro y lo veneraban como lágrimas del sol. Para celebrar a sus reyes, los Zipas, realizaban un ritual extraordinario. El soberano elegido se cubría de resina y luego se bañaba en el polvo de oro más fino hasta que parecía una escultura de oro viviente. A continuación, se embarcaba en una balsa y navegaba hasta el centro del lago sagrado de Guatavita, donde, entre los aplausos de la entusiasta multitud, se zambullía en las aguas para honrar al divino dios sol y lavarse el caparazón dorado.

Con la llegada de los europeos al Nuevo Mundo, estas historias se convirtieron en sueños y leyendas. Entre ellos se encontraba el famoso explorador y naturalista Alexander von Humboldt. Impulsado por su insaciable sed de conocimiento y su profunda fascinación por el mundo aún por descubrir, su viaje le llevó por Sudamérica, donde conoció la cultura muisca y se enteró de la leyenda de El Dorado. Vio en la leyenda no sólo un sueño de riqueza inconmensurable, sino también una metáfora de las posibilidades ilimitadas que ofrecen la vida y la naturaleza.